La Biblia es un libro de cambios y conversiones. Las cosas viejas son hechas nuevas, los muertos resucitan, los perdidos son hallados. Aún quienes fueron los pecadores más envilecidos, capacitados ahora por la gracia llegan a ser la novia virgen de Jesucristo.
La Novia Virgen de Cristo
Somos llamados a ser una novia santa, la inmaculada esposa de Cristo Jesús. Pero antes de convertirnos en esposa, debemos ser vírgenes. En la Biblia, una virgen no era solo una niña libre del pecado de relación sexual antes del matrimonio, o de comportamiento inmoral; era también una joven “separada para un hombre” mediante el compromiso matrimonial. El sentido en el cual la iglesia debe llegar a ser virgen implica ser incorrupta, pura y no contaminada por el mundo. No ser tocada por las ideas, las tradiciones o la pecaminosidad humana. Para alcanzar la meta de la virginidad espiritual, debemos primero estar perfectamente consagrados y totalmente apartados para Jesús (2 Corintios 11: 2-3).
Como todas las cosas en el cristianismo verdadero, la pureza de la iglesia no se origina en sí misma, sino que le es impartida por Cristo como una virtud. Es virtud verdadera, vital y visible. Es la virtud del mismo Cristo. Usted recordará que Jesús también fue virgen. Y su virginidad fue mucho más que ausencia de actividad sexual; fue una separación de sí mismo para nosotros, y nuestras vidas deben ser igualmente separadas y preparadas para él.
En efecto, haciendo referencia a la unión de Cristo con la iglesia, la ceremonia nupcial del hijo de Dios con la humanidad, escribió el apóstol Pablo lo siguiente: “Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne. Grande es este misterio; mas yo digo esto respecto de Cristo y de la iglesia” (Efesios 5:31-32).
¡Cristo y su iglesia: los dos llegan a ser una sola carne! El apóstol lo dijo: “Grande es este misterio.” No suponga que usted lo entiende solo porque lo lee muy bien. Este misterio es grande. Jesús dejó su relación, su posición y sus privilegios como hijo de Dios y se revistió a sí mismo de la carne humana, para poder absorber y luego resucitar a la humanidad y elevarla a su propia divina estatura: las dos naturalezas se fundieron en una sola. Jesús será siempre el hijo de Dios, pero en amor eligió unirse a su esposa la iglesia. Y aunque es para siempre un solo espíritu con el Padre, está para siempre casado con la iglesia. En efecto, este ha sido el eterno propósito de Dios: traer el espíritu de su hijo a la iglesia para crear en el hombre tanto su divina imagen como su divina semejanza (Génesis 1: 26).
Las Escrituras llaman a Jesucristo el postrer Adán (1 Corintios 15: 45). Él es las primicias de la nueva creación, así como Adán fue las primicias de la antigua. Sin embargo, el primer Adán, compartiendo la desobediencia de Eva, cayó con ella en pecado. Pero Cristo, uniéndose a su iglesia, nos ha redimido y exaltado, y nos ha hecho sentar con él en lugares celestiales (Efesios 2: 6).
El matrimonio, la unión de Adán y Eva, en la cual Eva literalmente emergió y nació de la sustancia misma de Adán, es un tipo profético de la iglesia que nace de la sustancia real de Cristo. El apóstol Pablo nos dice que nuestros cuerpos son los miembros físicos de Cristo (I Corintios 6: 15; 12: 12). Somos el cuerpo de Cristo, no en un sentido metafórico; espiritualmente somos “hueso de sus huesos, y carne de su carne” (Génesis 2: 23).
Esta verdad no es teología de la “Nueva Era”, y no es herejía. Es la inalterable Palabra de Dios. Cristo mismo está en nosotros. Creer de otra manera sí es herejía. La prueba de la ortodoxia del cristianismo, según las Escrituras, se encuentra en II Corintios 13: 5: “Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe; probaos a vosotros mismos. ¿O no os conocéis a vosotros mismos, que Jesucristo está en vosotros, a menos que estéis reprobados?”
Tenemos que reconocer esta verdad: Jesucristo está y vive en nosotros. Sí, es una herejía decir que somos Cristo, también es un error garrafal negar que Cristo está en nosotros. Pablo expresó este misterio escribiendo a los creyentes de Gálata:
“Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, más vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2: 20).
La Preparación de La Humanidad de Cristo
Cristo mismo está en nosotros. Sin embargo, para que él se manifieste a través de nosotros, para ser un reflejo de su sustancia debemos convertirnos en una virgen pura. El avivamiento llega cuando Cristo prepara un pueblo para sí mismo; cuando él es edificado en ese pueblo, atrae a todos a sí mismo. Su semejanza con Cristo es una puerta por la cual él entra al mundo.
“Por lo cual, entrando en el mundo dice: Sacrificio y ofrenda no quisiste; mas me preparaste cuerpo” (Hebreos 10: 5). Aunque es una descripción de la primera venida de Cristo, este versículo también es aplicable a su presencia durante un avivamiento.
Fije bien esta idea en su mente: cuando el espíritu de Cristo viene al mundo físico, tiene que entrar a través de un cuerpo físico. Como ya lo hemos afirmado anteriormente, el “cuerpo” de las personas que Cristo utiliza, tienen que ser, necesariamente, santas. Deben haber sido, de antemano, separadas y preparadas para el Señor. El propósito de tales personas o de tal cuerpo no es ofrecer sacrificios rituales típicos del tiempo y de las costumbres de su pueblo. Cuando Cristo entra al mundo a través de ellas repite su propósito eterno: “He aquí vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hebreos 10: 7).
No debemos menospreciar este tiempo de preparación. El mismo Jesús vivió treinta años antes de recibir poder y de revelarse como el Mesías. Aunque Jesús fue siempre el hijo de Dios, “...Él crecía en sabiduría...” (Lucas 2: 52). Él no pudo aprender sobre el reino de Dios en los colegios rabínicos de su tiempo, y ningún hombre podía enseñarle los misterios de lo milagroso. Todo esto, todo lo que enseñó y todas las obras que hizo, lo tuvo que aprender directamente del padre mismo. Jesús fue siempre sin pecado y obediente, pero las Escrituras nos dicen en Hebreos 5: 8-9 que “Aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia, habiendo sido perfeccionado...” El destino que el padre planeó para su hijo fue algo que Cristo tuvo que aprender y en lo que tuvo que crecer, tal como tenemos que hacerlo nosotros.
La carta a los Hebreos revela claramente que Cristo fue el creador pre-existente; que él es Dios desde toda la eternidad (Hebreos 1: 8). Sin embargo, en el desarrollo de la vida terrena de Jesús hubo un momento específico en el tiempo cuando su llamado y propósito mesiánico fue anunciado desde el cielo, y cuando comenzó su ministerio en la tierra. Hasta cuando fue bautizado por Juan el Bautista estuvo Jesús en “trabajos de parto” para dar a luz su destino, “preñado” como estaba con la promesa de Dios dentro de sí.
Después de su bautismo en agua, mientras oraba, el espíritu de Dios descendió sobre Jesús de manera visible y con poder. Los cielos se abrieron y una voz como de trueno, la voz del padre, dijo: “Tú eres mi Hijo amado...” Y todas las promesas y sueños, las profecías y las visiones, los treinta años de obediente aprendizaje y de conocer y familiarizarse con el sufrimiento humano, estuvieron suspendidos en perfecta sumisión, enfocados hacia este increíble momento en el tiempo, cuando el padre expresó su opinión acerca de su hijo: “En ti tengo complacencia” (Lucas 3: 22). Instantáneamente el poder de los cielos fluyó en el espíritu de Jesús y dio nacimiento a su ministerio.
La voz de Dios habló, no a las multitudes, no por causa de Juan el Bautista, sino por causa de Jesús. Los requisitos y los días de preparación se habían cumplido. El ministerio del Mesías sobre la tierra nació con poder.
María: Tipo de La Iglesia
En otro sentido María la madre de Jesús también fue “un cuerpo que Dios preparó” (Hebreos 10: 5). Cuando Cristo entró por primera vez al mundo como un niño, fue a ella a quien él escogió para que lo diera a luz. La vida de María simbolizaba las cualidades que la iglesia debe poseer para andar en la plenitud de Cristo. Ella era humilde y se consideraba a sí misma como la sierva del Señor, y sin vacilar creyó la palabra que de parte de Dios le habló el ángel (Lucas 1: 34-38). Y era virgen. Estas características la calificaban para ser utilizada por Dios para concebir y dar a luz a Jesús.
Como María, nuestro humilde estado de siervos del Señor no es otra cosa que una preparación para la manifestación de Cristo en nuestras vidas. Sí; hemos sido disciplinados por el Señor. Sin embargo, el propósito de la disciplina del Señor no es solamente castigar; él procura disciplinarnos, hacernos espiritualmente puros y sin mancha. De hecho nuestra pureza, nuestra virginidad espiritual como el cuerpo de Cristo, es nada menos que nuestra preparación por parte de Dios mismo, como lo hizo con María, para “dar a luz” el ministerio de su hijo. ¡En este mismo momento, en el vientre espiritual de la iglesia-virgen, el santo propósito de Cristo está creciendo, vislumbrando la madurez y listo a nacer con poder en el tiempo de Dios!
Aceptemos Los Dolores del Parto
Vivimos en un momento de la historia que la Biblia llama “los tiempos de la restauración” (Hechos 3: 21). Desde los días de la reforma protestante de Lutero, la verdad de Cristo ha sido restaurada progresivamente a su Iglesia. Desde las oscuras épocas de la apostasía, cada vez que la presencia de Cristo ha sido revelada en mayor plenitud, es porque una “iglesia-virgen” ha sufrido “dolores de parto” para darla a luz. El Espíritu Santo impregnó a Martín Lutero, a Juan Wesley, a un ama de casa o a una adolescente de Belén –personas que Dios sabía le dirían un continuo “sí”– con una visión del Dios vivo. La visión se esparce entre otras personas, y allí es probada con persecuciones y refinada con fuego, pero de todos modos se esparce. Sí, claro, todas estas personas tienen faltas. En realidad ninguna de ellas es perfecta. Pero a través de todo el camino la visión de Dios mantiene la posesión de sus almas. Ellas se convierten en “la mujer vestida del sol”, la iglesia-virgen que está “con dolores de parto” (Apocalipsis 12: 1-2).
A medida que su hora se acerca, esta iglesia-virgen deja de lado sus muchas tareas para concentrarse en su única gran comisión. Mediante intensa oración y agonía en el Espíritu Santo, con gemidos tan profundos que no se pueden expresar con palabras, ella acepta el destino que se le ha señalado hasta que la voz de Cristo mismo se oye a través de sus oraciones: “He aquí vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hebreos 10: 7). Nacido en su Espíritu y en su poder, unido por el amor y el sufrimiento, este pueblo santo llega a ser como un “cuerpo que Dios ha preparado” (Hebreos 10: 5).
En este mismo momento el infierno tiembla con temor y los cielos observan con asombro. Porque, lo digo una vez más, “la virgen dio a luz.”
Antes de que Jesús mismo regrese, la última iglesia virgen será preñada con la promesa de Dios. De su “trabajo de parto” surgirá el cuerpo de Cristo y se levantará a la plena estatura de su cabeza, el Señor Jesús. Colectivamente la novia de Cristo se manifestará en santidad, poder y amor, y se levantará vestida con vestiduras blancas, limpias y resplandecientes. Durante este último y gran movimiento de Dios, grandes tinieblas cubrirán la tierra. Como ocurrió con las plagas de Egipto, habrá “tinieblas tan densas que podrán palparse”. No obstante, en medio de las tinieblas se manifestará la visible y poderosa gloria del señor Jesús sobre la iglesia-virgen. Su gloria será vista sobre ella. Las naciones serán atraídas a su luz, y reyes por su resplandor emergente. Brillará con esplendor porque en su corazón poseerá la belleza de la “Estrella de la Mañana”. En la hermosura de la santidad, desde el seno de la aurora. (Efesios 4: 7; Apocalipsis 2: 26-27; Éxodo 10:21; Isaías 60: 1-3; 2 Pedro 1: 19; Salmo 110: 1-3).
La Novia Virgen de Cristo
Somos llamados a ser una novia santa, la inmaculada esposa de Cristo Jesús. Pero antes de convertirnos en esposa, debemos ser vírgenes. En la Biblia, una virgen no era solo una niña libre del pecado de relación sexual antes del matrimonio, o de comportamiento inmoral; era también una joven “separada para un hombre” mediante el compromiso matrimonial. El sentido en el cual la iglesia debe llegar a ser virgen implica ser incorrupta, pura y no contaminada por el mundo. No ser tocada por las ideas, las tradiciones o la pecaminosidad humana. Para alcanzar la meta de la virginidad espiritual, debemos primero estar perfectamente consagrados y totalmente apartados para Jesús (2 Corintios 11: 2-3).
Como todas las cosas en el cristianismo verdadero, la pureza de la iglesia no se origina en sí misma, sino que le es impartida por Cristo como una virtud. Es virtud verdadera, vital y visible. Es la virtud del mismo Cristo. Usted recordará que Jesús también fue virgen. Y su virginidad fue mucho más que ausencia de actividad sexual; fue una separación de sí mismo para nosotros, y nuestras vidas deben ser igualmente separadas y preparadas para él.
En efecto, haciendo referencia a la unión de Cristo con la iglesia, la ceremonia nupcial del hijo de Dios con la humanidad, escribió el apóstol Pablo lo siguiente: “Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne. Grande es este misterio; mas yo digo esto respecto de Cristo y de la iglesia” (Efesios 5:31-32).
¡Cristo y su iglesia: los dos llegan a ser una sola carne! El apóstol lo dijo: “Grande es este misterio.” No suponga que usted lo entiende solo porque lo lee muy bien. Este misterio es grande. Jesús dejó su relación, su posición y sus privilegios como hijo de Dios y se revistió a sí mismo de la carne humana, para poder absorber y luego resucitar a la humanidad y elevarla a su propia divina estatura: las dos naturalezas se fundieron en una sola. Jesús será siempre el hijo de Dios, pero en amor eligió unirse a su esposa la iglesia. Y aunque es para siempre un solo espíritu con el Padre, está para siempre casado con la iglesia. En efecto, este ha sido el eterno propósito de Dios: traer el espíritu de su hijo a la iglesia para crear en el hombre tanto su divina imagen como su divina semejanza (Génesis 1: 26).
Las Escrituras llaman a Jesucristo el postrer Adán (1 Corintios 15: 45). Él es las primicias de la nueva creación, así como Adán fue las primicias de la antigua. Sin embargo, el primer Adán, compartiendo la desobediencia de Eva, cayó con ella en pecado. Pero Cristo, uniéndose a su iglesia, nos ha redimido y exaltado, y nos ha hecho sentar con él en lugares celestiales (Efesios 2: 6).
El matrimonio, la unión de Adán y Eva, en la cual Eva literalmente emergió y nació de la sustancia misma de Adán, es un tipo profético de la iglesia que nace de la sustancia real de Cristo. El apóstol Pablo nos dice que nuestros cuerpos son los miembros físicos de Cristo (I Corintios 6: 15; 12: 12). Somos el cuerpo de Cristo, no en un sentido metafórico; espiritualmente somos “hueso de sus huesos, y carne de su carne” (Génesis 2: 23).
Esta verdad no es teología de la “Nueva Era”, y no es herejía. Es la inalterable Palabra de Dios. Cristo mismo está en nosotros. Creer de otra manera sí es herejía. La prueba de la ortodoxia del cristianismo, según las Escrituras, se encuentra en II Corintios 13: 5: “Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe; probaos a vosotros mismos. ¿O no os conocéis a vosotros mismos, que Jesucristo está en vosotros, a menos que estéis reprobados?”
Tenemos que reconocer esta verdad: Jesucristo está y vive en nosotros. Sí, es una herejía decir que somos Cristo, también es un error garrafal negar que Cristo está en nosotros. Pablo expresó este misterio escribiendo a los creyentes de Gálata:
“Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, más vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2: 20).
La Preparación de La Humanidad de Cristo
Cristo mismo está en nosotros. Sin embargo, para que él se manifieste a través de nosotros, para ser un reflejo de su sustancia debemos convertirnos en una virgen pura. El avivamiento llega cuando Cristo prepara un pueblo para sí mismo; cuando él es edificado en ese pueblo, atrae a todos a sí mismo. Su semejanza con Cristo es una puerta por la cual él entra al mundo.
“Por lo cual, entrando en el mundo dice: Sacrificio y ofrenda no quisiste; mas me preparaste cuerpo” (Hebreos 10: 5). Aunque es una descripción de la primera venida de Cristo, este versículo también es aplicable a su presencia durante un avivamiento.
Fije bien esta idea en su mente: cuando el espíritu de Cristo viene al mundo físico, tiene que entrar a través de un cuerpo físico. Como ya lo hemos afirmado anteriormente, el “cuerpo” de las personas que Cristo utiliza, tienen que ser, necesariamente, santas. Deben haber sido, de antemano, separadas y preparadas para el Señor. El propósito de tales personas o de tal cuerpo no es ofrecer sacrificios rituales típicos del tiempo y de las costumbres de su pueblo. Cuando Cristo entra al mundo a través de ellas repite su propósito eterno: “He aquí vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hebreos 10: 7).
No debemos menospreciar este tiempo de preparación. El mismo Jesús vivió treinta años antes de recibir poder y de revelarse como el Mesías. Aunque Jesús fue siempre el hijo de Dios, “...Él crecía en sabiduría...” (Lucas 2: 52). Él no pudo aprender sobre el reino de Dios en los colegios rabínicos de su tiempo, y ningún hombre podía enseñarle los misterios de lo milagroso. Todo esto, todo lo que enseñó y todas las obras que hizo, lo tuvo que aprender directamente del padre mismo. Jesús fue siempre sin pecado y obediente, pero las Escrituras nos dicen en Hebreos 5: 8-9 que “Aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia, habiendo sido perfeccionado...” El destino que el padre planeó para su hijo fue algo que Cristo tuvo que aprender y en lo que tuvo que crecer, tal como tenemos que hacerlo nosotros.
La carta a los Hebreos revela claramente que Cristo fue el creador pre-existente; que él es Dios desde toda la eternidad (Hebreos 1: 8). Sin embargo, en el desarrollo de la vida terrena de Jesús hubo un momento específico en el tiempo cuando su llamado y propósito mesiánico fue anunciado desde el cielo, y cuando comenzó su ministerio en la tierra. Hasta cuando fue bautizado por Juan el Bautista estuvo Jesús en “trabajos de parto” para dar a luz su destino, “preñado” como estaba con la promesa de Dios dentro de sí.
Después de su bautismo en agua, mientras oraba, el espíritu de Dios descendió sobre Jesús de manera visible y con poder. Los cielos se abrieron y una voz como de trueno, la voz del padre, dijo: “Tú eres mi Hijo amado...” Y todas las promesas y sueños, las profecías y las visiones, los treinta años de obediente aprendizaje y de conocer y familiarizarse con el sufrimiento humano, estuvieron suspendidos en perfecta sumisión, enfocados hacia este increíble momento en el tiempo, cuando el padre expresó su opinión acerca de su hijo: “En ti tengo complacencia” (Lucas 3: 22). Instantáneamente el poder de los cielos fluyó en el espíritu de Jesús y dio nacimiento a su ministerio.
La voz de Dios habló, no a las multitudes, no por causa de Juan el Bautista, sino por causa de Jesús. Los requisitos y los días de preparación se habían cumplido. El ministerio del Mesías sobre la tierra nació con poder.
María: Tipo de La Iglesia
En otro sentido María la madre de Jesús también fue “un cuerpo que Dios preparó” (Hebreos 10: 5). Cuando Cristo entró por primera vez al mundo como un niño, fue a ella a quien él escogió para que lo diera a luz. La vida de María simbolizaba las cualidades que la iglesia debe poseer para andar en la plenitud de Cristo. Ella era humilde y se consideraba a sí misma como la sierva del Señor, y sin vacilar creyó la palabra que de parte de Dios le habló el ángel (Lucas 1: 34-38). Y era virgen. Estas características la calificaban para ser utilizada por Dios para concebir y dar a luz a Jesús.
Como María, nuestro humilde estado de siervos del Señor no es otra cosa que una preparación para la manifestación de Cristo en nuestras vidas. Sí; hemos sido disciplinados por el Señor. Sin embargo, el propósito de la disciplina del Señor no es solamente castigar; él procura disciplinarnos, hacernos espiritualmente puros y sin mancha. De hecho nuestra pureza, nuestra virginidad espiritual como el cuerpo de Cristo, es nada menos que nuestra preparación por parte de Dios mismo, como lo hizo con María, para “dar a luz” el ministerio de su hijo. ¡En este mismo momento, en el vientre espiritual de la iglesia-virgen, el santo propósito de Cristo está creciendo, vislumbrando la madurez y listo a nacer con poder en el tiempo de Dios!
Aceptemos Los Dolores del Parto
Vivimos en un momento de la historia que la Biblia llama “los tiempos de la restauración” (Hechos 3: 21). Desde los días de la reforma protestante de Lutero, la verdad de Cristo ha sido restaurada progresivamente a su Iglesia. Desde las oscuras épocas de la apostasía, cada vez que la presencia de Cristo ha sido revelada en mayor plenitud, es porque una “iglesia-virgen” ha sufrido “dolores de parto” para darla a luz. El Espíritu Santo impregnó a Martín Lutero, a Juan Wesley, a un ama de casa o a una adolescente de Belén –personas que Dios sabía le dirían un continuo “sí”– con una visión del Dios vivo. La visión se esparce entre otras personas, y allí es probada con persecuciones y refinada con fuego, pero de todos modos se esparce. Sí, claro, todas estas personas tienen faltas. En realidad ninguna de ellas es perfecta. Pero a través de todo el camino la visión de Dios mantiene la posesión de sus almas. Ellas se convierten en “la mujer vestida del sol”, la iglesia-virgen que está “con dolores de parto” (Apocalipsis 12: 1-2).
A medida que su hora se acerca, esta iglesia-virgen deja de lado sus muchas tareas para concentrarse en su única gran comisión. Mediante intensa oración y agonía en el Espíritu Santo, con gemidos tan profundos que no se pueden expresar con palabras, ella acepta el destino que se le ha señalado hasta que la voz de Cristo mismo se oye a través de sus oraciones: “He aquí vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hebreos 10: 7). Nacido en su Espíritu y en su poder, unido por el amor y el sufrimiento, este pueblo santo llega a ser como un “cuerpo que Dios ha preparado” (Hebreos 10: 5).
En este mismo momento el infierno tiembla con temor y los cielos observan con asombro. Porque, lo digo una vez más, “la virgen dio a luz.”
Antes de que Jesús mismo regrese, la última iglesia virgen será preñada con la promesa de Dios. De su “trabajo de parto” surgirá el cuerpo de Cristo y se levantará a la plena estatura de su cabeza, el Señor Jesús. Colectivamente la novia de Cristo se manifestará en santidad, poder y amor, y se levantará vestida con vestiduras blancas, limpias y resplandecientes. Durante este último y gran movimiento de Dios, grandes tinieblas cubrirán la tierra. Como ocurrió con las plagas de Egipto, habrá “tinieblas tan densas que podrán palparse”. No obstante, en medio de las tinieblas se manifestará la visible y poderosa gloria del señor Jesús sobre la iglesia-virgen. Su gloria será vista sobre ella. Las naciones serán atraídas a su luz, y reyes por su resplandor emergente. Brillará con esplendor porque en su corazón poseerá la belleza de la “Estrella de la Mañana”. En la hermosura de la santidad, desde el seno de la aurora. (Efesios 4: 7; Apocalipsis 2: 26-27; Éxodo 10:21; Isaías 60: 1-3; 2 Pedro 1: 19; Salmo 110: 1-3).
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